Friday 25 January 2013

Cura, pero algo sí que duele

A la vuelta de mis memorables navidades 'a régimen' (ver entrada anterior) acabé unos días en el hospital. No es plan de asegurar que mi querida suegra y su constante preocupación por poner a mi disposición únicamente cosas que no podía comer jugasen un papel clave en el deterioro de mi salud, pero la hipótesis queda ahí. El caso es que en vez de atragantarme con las uvas este año, pasé las campanadas conectada a un par de bolsas de suero y otros potajes en la unidad de enfermos agudos de un hospital londinense rodeada de cinco señoras entradas en años y con problemas bastante peores que los míos.

Entre tanto, mi pobre marido estaba en casa con una niña febril. Tan febril que, tras pasar un par de días malos, acabó teniendo un ataque convulsivo que la dejó inconsciente. Otra visita a urgencias.

A la vez que pasaba todo esto, mi madre estaba en España subiéndose por las paredes. Ya antes de saber lo de las convulsiones de su nieta y a pesar de que yo le había mentido descaradamente sobre mi estado de salud, anunció que lo mejor sería que viniese a echar una mano. Apenas unas horas después del salvo inicial llamó otra vez para decir que en 36 horas se personaría en el domicilio familiar. Se debió de pulir la pensión de un par de meses en comprar el vuelo en el último minuto, pero fue dicho y hecho.

Con ella llegó mucho alivio logístico y cierta dosis de agobio emocional. Siempre estoy encantada de ver a mis padres pero ni a ellos les entra en la cabeza que ya no tengo doce años ni que me he acostumbrado a un modo de vida muy diferente al que tuve a lo largo de mis primeras diecisiete primaveras en nuestra ciudad de provincias. Aunque guardo muchas de mis manías españolas, he ido acumulando manías a la inglesa, con toques de influencia germana. El caso es que en el mundo de mi madre no hay sitio para las manías (ajenas), ni los gustos, ni las preferencias. Las cosas son como son. Solo suele haber una respuesta o un modo de actuar. Y ella sabe cuál es.

Mi madre siempre quiere ayudar. Pero también quiere hacer las cosas a su manera, lo cual me parece legítimo al menos en teoría. El caso es que simultáneamente se niega a admitir que está haciendo lo que sea porque ella quiere. Siempre lo hace porque en el fondo ella sabe que es lo que yo quiero. Y si le digo que yo no quiero que haga algo, es porque yo no tengo claro lo que quiero, pero ella sí sabe lo que me conviene. O lo que está bien, que es lo mismo. Y por eso lo hace. Aunque yo le diga que no lo haga, incluso si es por favor.

A veces el resultado es descaradamente a mi favor. Me da cosa que se hinche a planchar cuando viene (toallas, ropa interior y hasta los trapos del suelo de la cocina) y le digo que no lo haga. Eso sí, admito que cuando me encuentro montañas de ropa impecablemente doblada no se me ocurre salirme de mis casillas. Mi marido casi se la come una vez por haber rebuscado en su armario en busca de camisas para planchar, pero esa es otra historia. El caso es que, a pesar del cabreo y del crimen de la trasgesión del espacio privado (noción esencial para un teutón pero desconocida en mi familia) él nunca tuvo tantas camisas tan bien planchadas.

Otras veces, se me cruzan los cables y su buena intención no resulta suficiente para aplacar alguna que otra reacción poco civilizada por mi parte (al estilo de sus salidas de tono en mi adolescencia, que de casta le viene al galgo). Ejemplos seguro que saldrán muchos en este blog, porque esas tensiones de sí y no, de malentendimiento y amores que matan definen cada vez más mi relación con mi madre. Hoy solo mencionaré uno muy breve: estando ya en casa a la vuelta del hospital seguí vomitando a diario. Cosas del embarazo pero, lógicamente, mi madre estaba preocupadísima. Por mi parte, yo estaba más desesperada y agotada que otra cosa. Eso sí, saqué fuerzas de flaqueza para echarle la mayor mirada asesina de la que fui capaz la primera noche cuando me siguió al baño animándome para que intentase no vomitar. Al segundo día desde su llegada, cuando yo ya veía que la siguiente sesión frente al altar de porcelana era inevitable, volvió a decirme: -Hija, aguanta, que necesitas esa nutrición. Ahí ya perdí los papeles (después de volver a una posición vertical).

Ya ven. Mi suegra matándome de hambre y colaborando a que pierda peso en pleno embarazo. Mi madre, por su lado, animándome a que me trague el vómito si hace falta para asegurarse de que engordo (sigue con lo de 'hay que comer por dos). En el medio digo yo que estará la virtud...




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